Por
Jorge Duarte @ludistas
El
mundo sindical es uno de los menos propensos al cambio. Lo demuestran
los dirigentes que se eternizan, las relaciones laborales rutinarias
y la poca permeabilidad a la tecnología. Sin embargo, la irrupción
de comisiones internas de izquierda, en una escena adormecida,
complejizó la situación, desafió las relaciones de poder y sacó a
relucir lo peor de la vieja guardia peronista. Los tradicionales
administradores de la paz social en los lugares de trabajo,
desorientados.
El
ascenso de la izquierda en el mundo sindical es un fenómeno del que
se habla recurrentemente aunque con poca precisión. Es que se trata
de una realidad que desorienta a propios y atrae a extraños, por lo
tanto ni unos ni otros le encuentran la punta al ovillo para poder
avanzar en explicaciones. La irrupción de la izquierda es una
realidad, es cierto, aunque incipiente. En rigor se trata, más
precisamente, de la llegada de dirigentes y activistas de base
clasistas que lograron en los últimos años ganar terreno entre los
delegados o en las comisiones internas. Crecen desde el pie, dicen
sus referentes.
La
presencia de los gremios en el lugar de trabajo es una de las
principales virtudes del modelo sindical argentino y le permite a los
trabajadores organizarse y disputar palmo a palmo con el capital allí
donde se produce la riqueza. Las comisiones internas y los cuerpos de
delegados son las ramificaciones que le permiten a los sindicatos
establecer una red de vínculos para reforzar su pertenencia y su
organización. Además, otorga la capacidad de pelear por condiciones
de trabajo y salarios a nivel micro. En definitiva son espacios
trascendentales por su potencia para que los gremios se acerquen a
los obreros que representan, su verdadera esencia, y una fuente de
preocupación constante para los empresarios que los “hospedan”.
Heridas
de muerte por la última dictadura y tras lo que parecía ser la
derrotada definitiva durante la noche de los 90´s, las comisiones
internas clasistas resurgieron revitalizadas. Retomaron la iniciativa
perdida o quebrada y recuperaron parte de los contenidos que les
habían sido arrebatados a punta de desempleo, flexibilización
laboral, tercerizaciones, contratos y ajustes.
Esta
dinámica en las bases, que regresó a medida que las fábricas se
poblaban en los años dorados del kirchnerismo, no encontró ni pudo
conseguir un correlato en las estructuras de gremios pasivos y
burocratizados, que en lugar de absorberla, la repelen. Tampoco pudo
establecer espacios de dialogo y negociación con un conglomerado
empresario acostumbrado a “consensuar” sus políticas con los
amigos de siempre. Aunque parezca paradójico, ese tandem (vieja
guardia sindical peronista y empresariado) que por su posicionamiento
en la estructura productiva debieran encarnar papeles antagónicos,
suman fuerzas para aislar a los “intrusos” que sueñan con
democratizar la toma de decisiones que hace años le pertenece a un
pequeño grupo.
Para
relatar esas carencias en la inserción, también hay que hacer foco
sobre los errores propios de una izquierda ortodoxa con una formación
que entiende el verbo negociar como sinónimo de claudicar. Esta
beligerancia, exacerbada, redunda en incapacidad de establecer
salidas a los conflictos y los entrampa en desgastantes y extensas
batallas que los ponen siempre al borde del abismo. Días de furia en
los que se juegan el todo por el todo.
Viejas
herramientas
Los
grandes gremios, con direcciones que en su mayoría fueron partícipes
o cómplices de las políticas neoliberales de los 90´s, no
encontraron su lugar en una realidad que les exige nuevas respuestas.
Como en aquellos años, las dirigencias sindicales siguen ausentes de
los lugares de trabajo, encerradas en sus locales gremiales y sin
capacidad de incorporar a una generación que se suma a la militancia
con perspectivas de participación.
Esa
retracción y confinamiento de las cúpulas se comprueba al repasar
las estadísticas del mercado laboral. Actualmente sólo el 14,2% de
las empresas argentinas posee algún tipo de representación gremial
puertas adentro. Es decir, la gran mayoría de los establecimientos
productivos (el 85,8%) no tiene ningún tipo de injerencia en los
gremios en la diaria, por lo que sus empleados quedan desprotegidos y
a merced de las políticas de organización del empleo decididas
unilateralmente desde la patronal. Estos datos serían todavía más
estrepitosos si se considerasen en la estadística las empresas
pequeñas, con menos de 10 empleados, ya que por razones
metodológicas las cifras se estiman en lugares con 10 o más
trabajadores.
Está
claro que este abandono de la comisión interna como herramienta,
punto nodal del modelo sindical argentino, no es producto de una sola
causa. Evidentemente para que esto suceda se combinaron la desidia,
la incapacidad, la derrota cultural, la carencia de iniciativas y,
fundamentalmente, la decisión estratégica de muchos dirigentes de
pactar con las patronales la no intervención en los lugares donde se
genera la riqueza. Es decir, la democracia que se puede ejercer en
cualquier espacio de la vida pública está vedada en aquellos puntos
donde el capital genera valor.
Esa
herramienta abandonada y despreciada por sindicatos que no consultan
nunca a sus bases, fue la que levantó el activismo clasista que,
paulatinamente, comenzó a intervenir en la vida interna de los
lugares de trabajo y a ocupar los espacios vacantes. Como el poder
tiene horror al vacío, y las relaciones laborales implican
relaciones de poder, la izquierda pasó a ser una alternativa
tangible en los establecimientos en los que la vieja guardia sindical
peronista era intangible por definición. El clasismo que parecía
extinto retornó, entonces, gracias a los resquicios que le abrió el
sindicalismo burocratizado. Mientras los popes sindicales se
concentraban en la rosca desde arriba, abajo se les movía el piso.
Los
hijos rebeldes
Los
delegados clasistas son hijos de un mercado laboral potente, con baja
desocupación y creación de puestos de trabajo. Lo paradójico es
que el fenómeno, que tiene epicentro en los gremios industriales, es
hijo del 2001, pero fundamentalmente del kirchnerismo al cual hoy se
enfrentan. En una situación de virtual pleno empleo y crecimiento a
tasas chinas, la militancia de izquierda encontró el contexto
económico propicio para obtener los frutos de lo que fue una
decisión estratégica: ganar terreno entre los obreros.
La
grieta abierta entre gremios con viejos dirigentes y viejas políticas
y empresas con nuevos trabajadores que exigen nuevas respuestas,
representó un desafío que muchos de los dirigentes sindicales no
estuvieron a la altura de afrontar. Según el Ministerio de Trabajo,
los cinco millones de puestos de trabajo creados en la etapa
kirchnerista están en la franja entre 25 y 40 años. Las cúpulas
gremiales, que en promedio superan los 25 años en el ejercicio de
conducción, no son capaces de saldar esa distancia generacional.
Otros discursos, otras realidades, otras expectativas, otras
exigencias.
Estos
obreros, que en su mayoría se incorporaron al mercado laboral con
buenos salarios y perspectivas de crecimiento, son sus emergentes
rebeldes y hoy uno de los problemas ante la merma de la actividad,
los despidos y las suspensiones. Es que los delegados clasistas,
imposibilitados por los múltiples obstáculos existentes para
disputar la conducción de las estructuras sindicales, centran su
atención en pelear el liderazgo de los conflictos que enfrentan en
conjunto con sus compañeros de trabajo.
Ante
los renovados ajustes, las viejas conducciones gremiales suelen
responder con salidas tradicionales: inacción, complicidad o falta
de determinación. Es ahí cuando la izquierda gana terreno porque,
al menos, presenta un camino posible ante la crisis. Con prácticas
que se oponen al tradicional verticalismo burocrático, una
propensión por el abuso de las asambleas, pero con el foco centrado
en la participación, los activistas clasistas suelen encabezar la
resistencia ante el ajuste que se comienza a cernir. Es en esa
contradicción -obvia- que presentan los gremios, que son más
comprensivos con las patronales que con sus obreros, donde el
clasismo encuentra su tierra más fértil.
Suena
a paradójico, pero el mundo donde todos los actores pactaron para
mantener el status quo, se convirtió en el caldo de cultivo
inmejorable para el nacimiento de un nuevo sujeto que desacomodó
todas las relaciones previas. Es que esa paz social sellada de hecho
entre la vieja guardia sindical, el empresariado y un gobierno que
decidió no interferir en la vida gremial, fue la que los adormeció
y habilitó la rebelión de los de abajo que se cansaron de que los
de arriba no se acuerden que existen gracias a ellos.