Desde hace 30 años el proceso de sojización
del mundo rural argentino ha demostrado su voracidad. Mientras que ya
hemos repasado los problemas sanitarios que conviven con la
utilización de agrotóxicos en informes anteriores, ahora repasemos
con más detalle los aspectos sociales y económicos del fenómeno:
Un mundo en el que no caben 2 mundos
La problemática del mundo rural se expresa
claramente en dos modelos agropecuarios con diferencias notables e
incompatibles. Sin una firme regulación estatal estos mundos
opuestos se excluyen. Por un lado, encontramos la producción
agropecuaria para el consumo del mercado interno, compuesto por
enclaves de producción pequeños y medianos que emplean un mayor
número de trabajadores y generan una gran variedad de alimentos. Por
otro, encontramos el denominado “agronegocio” productor de soja
para principalmente exportación y con una mínima cantidad de
empleos ligados al proceso productivo. El agronegocio de gran
voracidad en su proceso de expansión territorial tiene como
consecuencia la expulsión de otras alternativas productivas.
El agronegocio que avanza a paso firme nos
coloca en situación en la actualidad donde la cantidad de hectáreas
ocupadas por la soja constituye más de la mitad de la superficie que
se destina a cultivar granos en el país. Esta desproporción en la
producción, en conjunto con la prácticamente nula participación de
la soja en la dieta alimentaria de los argentinos, demuestra la
enorme cantidad de territorio destinado casi exclusivamente a la
producción para exportación, con fuertes componentes de negocio
industrializado y menos cantidad de trabajadores empleados. En
síntesis: unos pocos producen en mucho territorio con el fin de
exportar toda su producción.
El boom sojero genera que los pequeños
productores que comienzan a quedarse sin lugar que ocupar en la
cadena productiva agrícola, arrienden o vendan sus tierras y que los
peones del sector, que quedan desocupados por la alta tecnificación
del paquete industrial del agronegocio, tengan que buscar nuevos
horizontes de empleo en base a la migración a las ciudades. Con el
condimento de la semilla transgénica se expandió la frontera
agrícola, lo que produjo un mayor “arrinconamiento” de los
pequeños productores o campesinos.
Entonces podemos afirmar que el boom sojero se
encuentra íntimamente vinculado con los fenómenos de lenta
desaparición de la agricultura familiar, de descenso de variedad de
productos agropecuarios destinados al mercado interno, de pérdida de
soberanía alimentaria y de una caída en la cantidad de trabajadores
empleados por el sector.
Agricultura sin agricultores
Como hemos dicho con el avance de la soja el
agro se transforma: “cada vez más en productor de commodities y
cada vez menos en medio de vida para la mayoría de los productores
agropecuarios, especialmente para los [productores] familiares.
Asimismo, Argentina va perdiendo su calidad de productor de alimentos
básicos. Se van conformando los denominados complejos
agroindustriales, con grandes empresas que extienden su poderío
“hacia adelante” y “hacia atrás” en la cadena
agroindustrial”. Como sostiene el economista Claudio Lozano “Este modelo sojero además
de romper la soberanía alimentaria de la Argentina, destruye puestos
de trabajo y debilita a los pequeños y medianos productores ya que
mientras la soja genera un puesto de trabajo cada 500 hectáreas, la
economía familiar crea 35 puestos de trabajo cada 100 hectáreas”.
Como ya hemos visto en otros informes la
realidad laboral de los trabajadores del sector en cuestión es muy
compleja. Se estima que el 70% de los trabajadores rurales se
encuentran en condiciones de informalidad laboral. Además hay una
importante porción de trabajadores que son reducidos a la
servidumbre a través de prácticas vinculadas al trabajo esclavo. En
este contexto la soja avanza a pasos agigantados. Las organizaciones
que intentan resistir son sistemáticamente criminalizadas y
perseguidas. Los dispositivos utilizados para desplazar a quienes
resisten fueron variados. Desde la presentación de nuevos dueños de
los terrenos con órdenes de desalojo, hasta el desmonte de campos
para destinarlos a la agricultura, impidiendo la utilización como
zonas de pastoreo de las comunidades indígenas y campesinas. Esto
genera que en el Noroeste Argentino haya un 40% de pueblos rurales
que se encuentren actualmente en riesgo de extinción.
Pueblos originarios sin lugar de origen
Unas de las caras más duras del depredador
agronegocio tiene que ver con la situación que viven los pueblos
originarios en torno a la posesión de sus tierras ancestrales. De
los territorios que se encuentran en conflicto ante el avance de la
soja, un 60% pertenece a pueblos originarios, que mediante violentos
desalojos suelen perder su suelo ancestral a manos de grandes
terratenientes. De este modo se genera una crisis social de gran
escala que condena a la migración, el hambre y la miseria a los
pueblos originarios acorralados por la producción sojera. Según los
investigadores Fernando Barri y Juan Wahren “Pero tal vez la
más dramática de las consecuencias sociales del modelo sojero de
desarrollo sea el etnocidio que se está produciendo sobre las
pequeñas comunidades de cazadores-recolectores, que aún persisten
de los pueblos originarios en la región Chaqueña de Argentina. Las
condiciones de indigencia y desnutrición que sufren miembros de las
comunidades de la etnia Q´om (Toba) de la provincia del Chaco, llamó
esporádicamente la atención de los medios de comunicación a
mediados del 2007. Sin embargo, casi ninguno de estos medios atribuyó
estos hechos a la pérdida de los bosques nativos (y sus recursos
asociados) de los que solían proveerse las comunidades Q´om para su
subsistencia, señalándose por el contrario que “el problema
radicaba en la falta de asistencialismo” por parte de los Estados
Nacional y Provinciales”.
Este fenómeno que se produce en el interior del país y no es
reflejado en los grandes medios de comunicación de Buenos Aires, es
de una gravedad tal como para ser considerado una crisis humanitaria.
Violencia paraestatal hacia los pueblos originarios que se encuentran
asentados en territorios que el agronegocio reclama por su
fertilidad, desplazamiento de sus tierras ancestrales, depredación
de ecosistemas, contaminación por los agrotóxicos (tema que hemos
tratado en otro informe) migración a tierras menos productivas o a
grandes urbes en las que deben insertarse a una realidad que no
conocen, son los condimentos del etnicidio sojero.
¿Campo vs gobierno?
Como se dio desde 2003, y una vez pasada la crisis que duró entre
marzo y julio de 2008 en la que los productores de soja se
enfrentaron al gobierno nacional por la llamada Resolución 125 (con
la que se grababa gradualmente la renta extraordinaria de la
producción de soja) el gobierno ha sido socio y ha potenciado el
agronegocio. Las principales razones que se encuentran detrás de
esta decisión gubernamental son, por un lado la definición de una
matriz de acumulación vinculada a la devaluación de la moneda que a
los exportadores de commodities les sirve de base de crecimiento y,
por otro lado, la magnitud del impacto de las retenciones a las
exportaciones en la recaudación fiscal nacional.
Las retenciones a las exportaciones agropecuarias que nacieron en
2002 en el gobierno de Duhalde, fueron sostenidas por el kirchnerismo
y representan en líneas generales, y a pesar de las variaciones
interanuales, más del 10% del total de lo ingresado en las arcas
públicas. Las retenciones a las exportaciones de soja fijadas en el
35%, representaron en marzo pasado un 11,7% del total de lo recaudado
por el estado nacional. Mientras que sectores como el industrial o el
de combustibles es deficitario en términos de
importación/exportación, las retenciones a los productos
agropecuarios le representan al gobierno nacional dólares frescos
que sirven para mantener el valor de la moneda y equilibran la
balanza comercial.
Los números dejan en claro, que más allá de desencuentros
ocasionales, la sociedad entre el gobierno y el sector es funcional
para ambos. El gobierno mantiene un tipo de cambio favorable para el
sector, le permitir a la industria la utilización de agrotóxicos,
es cómplice del avance indiscriminado sobre territorios
anteriormente ocupados por pequeños productores rurales o por
pueblos originarios y no se detiene en los daños ambientales
producidos por la deforestación para ganar terrenos sojeros. Por su
parte, los productores de soja aportan uno de cada tres barcos que
exportan a las arcas del gobierno nacional, sin que esto evite que
ganen cifras extraordinarias por la renta sojera.
El investigador Larroca concluye: “El avance de la sojización en
el campo argentino, amén de la extraordinaria renta que esto les
genera a los pocos que la producen o arriendan sus campos con ese
fin, no ha traído aparejado beneficios al resto de la sociedad; sino
que por el contrario incrementó la brecha entre ricos y pobres, así
también como la concentración de la riqueza”. A estas
contundentes expresiones sólo resta agregarle que la lógica del
capital que se reproduce sin atenuantes en el agronegocio, expone la
peor cara donde se quiebra la resistencia. Ni trabajadores rurales,
ni organizaciones sociales pudieron ponerle límites a la voracidad
del capital que en complicidad con el estado excluye y mata con total impunidad.
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